Ya lo tenía todo preparado: los globos, las velas, los algodones de azúcar, los pasteles de chocolate y las tartas de manzana, aunque faltaban al menos dos horas para que llegaran los primeros invitados. Estaba emocionada. Iba a ser la primera fiesta que ofrecía desde que se mudó. Se sentó en una mecedora frente a la ventana y se limitó, pacientemente, a mirar al horizonte limpio y azul de aquel día de verano: no veía nada más que el cielo y la colina y los pájaros que volaban aquí y allá.
No llevaría sentada ni diez minutos cuando vio a alguien asomar al fondo del camino. Se levantó, nerviosa, y se sacudió la ropa. Después se miró al espejo y comprobó que todo estaba en orden. Atusó ligeramente su media melena, volvió a asomarse a la ventana abierta y apoyó los codos en el marco. ¡Por fin llegaba un invitado! ¡Tan pronto! ¿Quién sería? Quizás fuera Klaus que había decidido llegar antes de la hora prevista... ¡oh! ¡Si fuera Klaus! Volvió a mirarse al espejo de reojo y se pellizcó las mejillas, odiando una vez más sus pecas rebeldes.
Tardó todavía un rato en comprobar, decepcionada, que no se trataba del muchacho. Ni mucho menos. Un anciano encorvado se aproximaba lentamente por el camino blanco. Esperó a que el hombre llegara a la puerta principal y tocara el timbre.
—Buenos días, Diana –le dijo el hombre.—Buenos días –respondió, sorprendida. Él conocía su nombre, pero ella no había visto a ese hombre en su vida. Le observó detenidamente durante los segundos de silencio que siguieron al saludo. El hombre iba fumando un tabaco de olor nefasto. En la otra mano sostenía una especie de cacerola vacía, y atado al cuello, sobre el pecho, un calendario de veinte años atrás, con los días tachados con equis rojas. Su rostro era tan blanco como el mármol, y Diana tuvo la súbita sensación de que no era de este mundo. ¿Qué era aquel hombre? ¿Un ángel? ¿Un fantasma? Un escalofrío le congeló la garganta, y no supo qué decir.
—¿Qué desea? —logró articular, al fin.
—Vengo de parte de Klaus —sentenció.
—De… ¿de parte de Klaus? —preguntó Diana, entre emocionada y asustada.
—Me ha pedido que te diga que no le guardes rencor —dijo el anciano.
—¿Cómo? Pero… ¿Por qué? ¿Por qué habría de guardarle rencor? No le guardo rencor a Klaus, todo lo contrario, yo…El anciano sonrió ligeramente.
—Ya. Yo sólo puedo decirte esto, Diana. No tengo más mensajes ni, por supuesto, tengo respuestas.
Dicho esto, el hombre se dio media vuelta y comenzó a andar de nuevo por el camino, alejándose de la joven. Ésta observó que, a la espalda, también llevaba un calendario, aunque de veinte años más adelante, y con los números sin tachar. Un regusto amargo, una ligera acidez desagradable, le invadió la boca mientras le veía marcharse, y tuvo la certeza de que Klaus no iría esa tarde a su fiesta, y que estaba lejos, terriblemente lejos de allí.
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