viernes, 30 de julio de 2010

Pobres y ricos

Últimamente mi economía no está para tirar cohetes. La siguiente afirmación no será del todo exacta, pero se podría decir grosso modo que hasta el último céntimo se invierte en "productos de primera necesidad" o se intenta ahorrar para "productos de primera necesidad" futuros. Para mí, los libros deberían estar incluidos en esa nomenclatura. Sin embargo, han tenido que ser excluidos de la lista.

De este modo no me queda otra que buscar lecturas gratuitas, que por ahora consisten en dos cosas: releer libros ya leídos o animarme con esos libros que misteriosamente rondan por casa y nunca me han llamado la atención.

Ahora me he (o había) animado con Ella, que todo lo tuvo, de Ángela Becerra, que me prestó una familiar peninsular en un lote de siete a cambio de otros siete míos (¡cómo los echo de menos!). Y, en mi actual situación de lectora desesperada, es bastante chocante lo que voy a decir: no creo que me lo acabe. Setenta páginas en dos semanas es un ritmo absolutamente ridículo, y si además simultaneo su lectura con la relectura de El hereje y ya voy por la página 200 en los últimos 3 días, es que algo muy raro está pasando.

He llegado a resoplar mientras lo leía, como un niño díscolo al que le obligas a realizar una tarea desagradable.

Son muchas las cosas que me hacen cuesta arriba esta lectura de Ángela Becerra, pero hay una por la que constantemente me viene a la mente un comentario de Elsa Aguira, referido a los libros de Moccia. No lo reproduciré de forma exacta. Solo recuerdo que era algo así como que sus libros transmiten una imagen del amor de enormes pedruscos de diamante y pasar el fin de semana en Bali por sorpresa viajando en un jet privado y hospedándose en hoteles cinco estrellas Gran Lujo, porque te quiero, amor mío, y tú te lo mereces, y yo soy millonario de la muerte y por eso te quiero más.

En Ella, que todo lo tuvo tengo esa misma sensación. La protagonista es muy desdichada, un alma solitaria que pasea el más terrible dolor por una tragedia inigualable, pero puede pasarse el día de aquí para allá, sin dar un palo al agua, viviendo en un hotel de una ciudad extranjera, acudiendo a cursillos, paseando su pena y su desolación por las calles hasta altas horas de la madrugada y levantarse a las siete de la mañana con una ducha fría y un buen vaso de vodka. Parece que la tristeza y la desesperanza es un "privilegio" de los que tienen una cuenta corriente con muchísimos ceros.

En fin, se ve que esto de la economía me tiene un poco irritable... Os ruego que no me lo tengáis en cuenta.

¡Feliz verano!


lunes, 19 de julio de 2010

Cucarachifobia

Con demasiada frecuencia pienso en cucarachas.

Si un mechón de pelo me roza la nuca, inexorablemente creo que una cucaracha se ha posado sobre mi piel. Otras veces se trata del cordón de un zapato, una etiqueta, el cordel de una camisa. Si veo una hoja seca en el suelo o una mancha oscura, mis ojos me juegan una mala pasada y tardo en darme cuenta de lo que eso que estoy viendo es en verdad.

Y, si no pienso en ellas conscientemente, entonces las sueño. Aparecen siempre en mis pesadillas y sé que es mi forma inconsciente de reflejar todos los miedos. A veces son las cucarachas las que vienen a mí; otras, son algunas personas las que me arrojan a ellas. Personas que me hacen daño. Situaciones que me petrifican.

Mis miedos son así: con antenas, alas y patas. Seguramente, como las cucarachas, mis miedos sean fáciles de vencer (¿habrá algún tipo de insecticida contra los miedos?). Al fin y al cabo... ¿hay algo más vulnerable que un insecto? ¿Se le puede quitar la vida más fácilmente a alguien que a un indefenso invertebrado? Y, sin embargo, a mí me paralizan.

Todo, absolutamente todo, son cucarachas.

Si creo que nunca escribiré una buena obra: cucarachas. Si pienso que escribiré una buena obra y jamás alcanzará su público: cucarachas. Si lloro: cucarachas. Si siento que la cordura se marcha muy lejos y que mi mente es una prisión inexpugnable: cucarachas. Si me siento sola: cucarachas.

Ojalá fuera capaz de oírlas crujir bajo mis pies. Pero no puedo.

Seguramente no podáis comprenderme (salvo Violet, que, posiblemente, sí que pueda), pero pensad en vosotros mismos. Todos tenemos miedos así: atroces, voraces, que nos engullen con grandes bocados. Miedos que nos paralizan, nos pisotean, nos hacen cruzar la frágil línea de lo irracional. En ocasiones, no obstante, los mechones de pelo, los cordones, las pesadillas, me dan una tregua. ¿Y si el miedo sirve para algo? ¿Y si esa angustia, ese terror, pudiera plasmarse en un papel y transmitirse a través de la palabra hasta que el que se reía de mí se sienta tan aterrorizado como me siento yo? Tal vez el miedo sea egoísta e invasivo como un virus y exija eso para perpetuarse: ser transmitido a otro ser vivo para sobrevivir nosotros mismos y liberarnos de él. Creo que sería una buena forma de usar los terrores propios para mejorar la literatura.

Hace pocas noches, desde muy lejos, logré aplastar una cucarachas con un horrible catálogo de muebles italianos que por lo menos pesaría dos kilos. Desde entonces no he vuelto a soñar con ellas. ¿En las pesadillas de quién aparecerán esta noche?

Estad prevenidos. El que avisa no es traidor.